El film Fruitvale Station (2013) cuenta la historia de un caso de violencia institucional que ha tenido en su momento una alta resonancia y que desde ese año 2009 hasta la actualidad, se ha convertido en bandera de pobres y ausentes, ya que refleja de forma imposiblemente más clara como el mero estigma social puede terminar con la vida de gente inocente, sin ninguna clase de razón. Puntualmente reconstruye las horas finales de la vida de Oscar Grant haciéndolo con una caracterización en primer plano, que se vuelve fundamental al momento de describir el espíritu de la película.
Estamos en la víspera de año nuevo de 2009. Oscar es un joven-adulto de 22 años cuyas mayores preocupaciones pasan por su familia y por el bienestar de su hija. Nos adentramos junto a él (la película utiliza bastante el recurso de la “cámara en mano”) en lo que era un día, en su vida cotidiana. Sus alegrías y preocupaciones, sus virtudes y defectos. Todo un relato que clarifica una situación en principio espesa para dejarnos con un panorama bien nítido: “Oscar Grant era una persona como cualquiera de nosotros”.
Y es que esta aclaración se vuelve necesaria cuando la individualidad de la persona se reduce al estigma social que le tocó en suerte. Justamente esta clase de reduccionismos justifican en primer lugar el trato. Ahí donde un individuo deja de ser una persona digna de derechos humanos y pasa a ser un objeto a ser controlado con brusquedad por algún organismo de control institucional. Y dentro de esta brusquedad y de este borramiento de las personas aparece la violencia, que está mal solo por ser violencia, pero que aún resulta más conmovedora cuando es injusta y cuando se concreta eso latente de poder desembocar en una muerte.
Pero para ponernos en ascuas, recordemos una definición básica de violencia institucional:
“Toda práctica estructural de violación de derechos por parte de funcionarios pertenecientes a fuerzas de seguridad, fuerzas armadas, servicios penitenciarios y efectores de salud en contextos de restricción de autonomía y/o libertad (detención, encierro, custodia, guarda, internación, etc.) debe ser considerada violencia institucional.” *
Dicho en palabras más simples, se trata del deber que tienen los agentes del estado a la hora de promover y resguardar los derechos humanos de las personas. El estado tiene el monopolio de la fuerza, por ejemplo. Pero no puede utilizarla como le plazca ni agredir a un infractor por el simple hecho de agredir, ni puede utilizar más fuerza de la necesaria, como para controlar una determinada situación. De modo reduccionista, un policía puede detener a un delincuente, pero eso no le da derecho a pegarle porque sí o a maltratarlo.
Yendo para el lado más extremo: un policía puede detener a un delincuente, pero eso no le da derecho alguno por ejemplo, a ejecutarlo.
Los casos de violencia institucional vienen por parte de los agentes del estado y dependiendo de la coyuntura política de ese momento, de la rienda suelta que puedan llegar a tener como para actuar a sus anchas, sin rendirle cuentas a nadie. Si la política de estado es darle mayor poder y libertad de acción a las “fuerzas del orden”, acotando los espacios de intervención que hacen a la prevención educacional y a la intermediación simbólica a la hora de manejar determinadas conflictivas, estamos más expuestos a que surjan esta clase de casos, con más frecuencia.
Todo parte de una bajada de línea cultural por parte de estado y por ello que es considerado como “igual” o “distinto”. Si el estado propone un discurso deshumanizante frente a determinado colectivo social, justifica culturalmente de algún modo, que se trate a este como si fuera una cosa. Y si el daño va sobre una cosa en lugar de sobre una persona o un grupo de personas, todo resulta mucho menos grave. Pasa con los jóvenes afroamericanos de clases socioeconómicamente bajas, en los Estados Unidos. De manera muy clara y contundente, las cárceles del país del norte están llenas de gente perteneciente a esta población. ¿Pasará en nuestro país con jóvenes de clases socialmente vulnerables? ¿Pasará acá últimamente, frente a protestas sociales que intentan llevar a cabo representantes de determinados pueblos originarios?
En el caso Fruitvale Station, la historia inspirada en hechos reales, ópera prima de 2013 tan bien dirigida por el jovencito Ryan Coogler y tan bien interpretada por el jovencito Michael B. Jordan y una destacadisima Octavia Spencer (la película es muy buena y el dato es que esta dupla de jovencitos director y actor, se repitió en la hermosa revitalización de la franquicia de Rocky, “Creed” y se repetirá en la nueva película de Marvel “Pantera Negra” otra entrega que tendrá como personajes principales a afroamericanos) se trata de visibilizar y de algún modo, extraer las distancias. Entender. Repensar al otro y reconocerlo. Fue él, pero podrías ser vos. Se trata de recordar que todos somos iguales y de que además de tener las mismas obligaciones, tenemos los mismos derechos. Y de que estos no deben ser vulnerados por ningún poder, pero menos aún, por parte de las fuerzas del estado.
Por Lautaro Olivera
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